En una entrevista aparecida en el suplemento de
literatura del diario argentino Clarín, Jeremías Gamboa hacía alusión a la
diferencia que en la literatura americana en lengua inglesa existía entre “writing”
y “typing”. El segundo gerundio se referiría a las obras en las que la forma
deja espacio al fondo, aquellas obras en las que existe una imperiosa necesidad
de contar. Gamboa se declaraba seguidor del “typing” y citaba ejemplos canónicos
de esta vertiente de la literatura, obras como En el camino de Jack Kerouac,
por ejemplo. Le tendremos que dar la razón. En Contarlo todo ya desde el
mismo título Gamboa se sitúa como un narrador que lo que pretende es “contar” más
que “escribir”, dar rienda a un relato sin pararse en consideraciones estéticas,
minucias de estilo que no pueden frenar la avasalladora potencia de la voz
narrante.
Contarlo todo ha venido precedida de un aura casi
legendaria: la novela, se decía en los mentideros literarios hispanoamericanos,
que había despertado una expectación que no se recordaba desde la aparición de Los
detectives salvajes, del ya santificado Roberto Bolaño. Empezaron a arreciar
las comparaciones en la crítica, siempre deseosa de revivir los fastos perdidos
del “boom” y de encontrar a un nuevo Mario Vargas Llosa. El mismo autor de Conversación
en la catedral (que por cierto, escribe en la faja del libro acerca de Gamboa “un
escritor perfectamente dueño de sus medios expresivos, que sabe concentrarse en
lo esencial, que es siempre contar una historia bien contada”) recomendó la
novela a la agente Carmen Balcells y a partir de entonces las campanillas del
retorno del “boom” se hicieron si cabe más insistentes.
Cuando contarlo todo es
igual a no contar nada
La primera impresión que recibe el lector es la
magnitud del esfuerzo de Gamboa, puesto que Contarlo todo es un novelón de
500 páginas de letra apretada. Dividida en cuatro partes, narra los intentos de
un joven de la periferia limeña, Gabriel Lisboa (nótese la semejanza fonética
con el nombre real del autor), por hacerse un nombre como escritor en el ambiente
periodístico y literario limeño. Hasta aquí todo claro, estamos frente a una
novela de formación, un Bildungsroman que nos muestra las dificultades que tal empeño conlleva. Entre
medias, Gamboa/Lisboa nos deleita con una serie de episodios acerca de sus
escarceos en el periodismo (para mí la parte más sustanciosa y que se lee
mejor, con una serie de personajes muy logrados como Saúl Vegas, el redactor
jefe de la revista “Proceso” para la que Lisboa realiza unas prácticas de
verano), su entusiasmo y decepción de los talleres literarios universitarios en
los que participa (muy en la onda del diario de García Madero en los ya
mencionados Detectives salvajes pero mucho más repetitivo y lleno de lugares
comunes, tantos y tan ñoños que en ocasiones tuve la tentación de cerrar el
libro y dar por concluida la lectura)
y luego el punto fuerte, la relación amorosa de Lisboa con Fernanda, una
chica que pertenece a la burguesía de la ciudad (para que haya un poco de emoción
dejo para el lector el descubrimiento del modo en el que Lisboa pierde la
virginidad).
El desaliño de
Gamboa/Lisboa
Por Internet circulan recuentos de las fallas y del
descuido que la prosa de Gamboa ofrece (en algún blog se llega incluso a contarlos:
la cuenta sale a casi un desaguisado por página). Es un defecto, en mi opinión.
Una novela de largo aliento como “Contarlo todo” no puede prescindir del
estilo, puede prescindir del virtuosismo, eso está claro, pero no de la
corrección literaria, del cuidado del lenguaje y de la mínima sintaxis novelística.
La impresión que deja la novela muchas veces es la de encontrarnos frente a un
aspirante a escritor, alguien que está intentando sacar adelante la novela pero
que en ocasiones no alcanza a poseer los recursos necesarios. Jeremías Gamboa
quiere contar (todo), y bien venga, pero en demasiadas ocasiones redacta.